Jesús estaba viajando de la zona de Judea, hasta Galilea, su ciudad. Era cerca del mediodía cuando, junto a sus discípulos, llegó a Samaria. Más precisamente a un pozo de agua que estaba en las afueras de la ciudad. Totalmente agotado, después de haber caminado varias horas, se acercó al pozo y encontró a una mujer samaritana. Le pidió agua. Ella le respondió (o más bien, le recordó) que entre samaritanos y judíos había una gran enemistad. ¿Cómo es posible que le pidiera agua?
El capítulo 4, desde el versículo 9 al 15, pone de manifiesto una de las verdades más grandes que Jesús vino a enseñar: la eternidad. Con un juego de palabras, y tomando como base la conversación que estaban teniendo, Jesús le replica a la samaritana que Él puede ofrecer algo que es eterno, no solamente algo que calma una necesidad temporal. El agua terrenal podría calmar la sed del viaje, pero el agua eterna podría calmar las necesidades eternas y ser una fuente de vida.
Jesús no es simplemente una solución a nuestros problemas circunstanciales de esta vida. Jesús es la solución a nuestra eternidad. Es nuestra esperanza de vida eterna.
Claro que a Jesús le importan nuestros problemas de hoy y se ocupa de ellos, pero sabe que nuestro mayor problema es eterno, y que no podemos hacer nada por nuestra cuenta para solucionarlo.
No dejemos que nuestros problemas terrenales nos distancien o nos distraigan de Jesús y del regalo de la vida eterna que Él nos ofrece. Todo lo que conocemos va a pasar, y vamos a morir. Pero Jesús vive en la eternidad, y allí espera a quienes quieran estar con Él.
Te invito a que eleves tu mirada a lo eterno, y pongas ahí tu esperanza.
Basado en el Capítulo 4 del evangelio de Juan.
Seguí leyendo más artículos de la serie «El evangelio de Juan» para conocer más sobre Jesús.